martes, 7 de octubre de 2014

Nunca le pidas a René Lavand que te haga un truco

-Sobre cómo hacer enojar a uno de los ilusionistas más importantes del mundo-

René Lavand clava sus ojos enormes en los del periodista. Lo mira con impaciencia. Entre los dos se produce un largo silencio incómodo del que no los alcanza a salvar el ruido de la lluvia golpeando el techo, ni el viento que hace temblar el ventanal que da al patio.
Puede ser que el famoso ilusionista se esté arrepintiendo de haber atendido el teléfono la noche anterior y haber aceptado dar esta entrevista en el living de su propia casa, una cabaña a las afueras de Tandil. Puede ser que esté arrepentido de haber sido tan cortés y de haberle ofrecido un café cortado y preguntarle si lo quería con o sin azúcar.
Sentados solos en el sillón, con una baraja abierta y un paño sobre la mesa de la sala de estar, el periodista pensó que era buena idea pedirle si no era tan amable de mostrarle un truco. 

-¡No! No, no. ¡No me hagás trabajar! No improviso cositas. No se pide eso.

Diez minutos antes, René Lavand, uno de los más reconocidos y célebres ilusionistas del mundo entero, le había dicho que si había una palabra que aborrecía era la palabra truco, porque trucos hacen los magos y él no es un mago, es un artista del ilusionismo. Le había explicado también que el mago sólo busca el asombro, que el ilusionista pretende además cambios emocionales en el público, ayudado por recursos poéticos y dramáticos; eso que logra Lavand cuando cuenta historias de poetas chinos, bandidos gitanos y demás tahúres del bajofondo, mientras con su única mano hace aparecer diamantes donde había tréboles, y corazones donde había picas.

-Yo a Fumanchú jamás le hubiera pedido que me hiciera un truco –se queja, recordando su encuentro con el famoso mago inglés-. Debe ser por eso que yo llegué dónde llegué. Digo yo, será alguna consecuencia de algo, ¿no?

Por más que no se sienta identificado con la primera palabra de la fórmula, René Lavand, Héctor René Lavandera según el documento, es conocido en todo el planeta como el Mago Manco; ese lentidigitador al que le gusta repetir que no se puede hacer más lento, mientras cambia de lugar las cartas sin que nadie alcance a darse cuenta; ese mismo que, no contento con burlar la vista humana, desafía a las cámaras implacables a que no le dejen mentir.
En su Buenos Aires natal fue donde tuvo su primer contacto con la magia,cuando la magia era la magia, cuando se inundaba la Avenida de Mayo con cartelones y dragones, cuando no había internet, ni teléfonos móviles y esas cosas. Fue en 1935, cuando su tía Juana lo llevó a ver al Mago Chang, un panameño que se hacía pasar por chino y deslumbraba con sus largos kimonos y trucos de estilo oriental. Por entonces, René comenzó a dar sus primeros pequeños pasos en el oficio, guiado por un amigo de la familia.
Cuando tiempo después la zapatería de su papá Antonio se fundió, se mudaron los tres con su mamá Sara al pueblo bonaerense de Coronel Suárez. A sus nueve, durante los carnavales de 1937, entre baldazos de agua y risas con amigos en la puerta de su casa, René fue atropellado por un auto al cruzar la calle. En el hospital le amputaron el antebrazo derecho que había resultado herido para evitar que se gangrenara. Desde entonces, tuvo que inventar sus propias técnicas para aprender nuevos trucos de magia, porque ningún libro explicaba cómo había que hacer para arreglárselas con una sola mano.
A Lavand le gusta contar que tras el accidente, un amigo de su padre le dijo que sólo iba a poder llevar un balde el resto de su vida, que dos baldes jamás. Él le contestó que entonces iba a poner su cerebro en la baraja y el corazón en los públicos del mundo para poder pagarle a otro para que llevara los dos baldes por él.

-Cada ciudad y cada público tiene lo suyo. Y en todas partes he sido bien recibido y lleno de halagos, asique… les estoy agradecido a los cinco continentes –le dice René a un joven periodista setenta y siete años después, mientras acaricia a su perro salchicha beige, cruzado de piernas sobre el sillón en el living de su casa-.

***

Veo muchos magos, artistas no veo. O veo alguno de vez en cuando. Pero la decadencia no es solamente del ilusionismo, en las otras artes ocurre lo mismo. Llegué a la conclusión, después de ver exposiciones de cuadros que si eso es arte yo soy el Papa Francisco, llegué a la conclusión de que no hay arte, hay artistas. Por eso hay magos y por eso hay artistas del ilusionismo. No me estoy clasificando, estoy dividiendo.


***

A René Lavand le gusta vestir elegantemente, con saco y pantalón de vestir. Del perchero de su cabaña tandilense cuelgan todo tipo de sombreros, los mismos que lleva puestos cuando sale a pasear por el centro de la ciudad, donde algunas tardes se lo puede ver sentado tomando un café con amigos o sólo, aunque nunca falte algún desconocido que se acerque demostrarle su afecto.
A René le gustan los buenos perfumes y el buen vino. También le gustan los buenos bastones.  No le gusta que lo molesten pidiéndole autógrafos. Tampoco le gusta que no lo molesten pidiéndole autógrafos. Le gusta el folklore, la música clásica y el tango, pero no le gusta el rock.
A René le gusta manejar su Audi gris por las calles de Tandil, donde puede jactarse de tener un monumento en vida; una estatua tamaño real de él mismo sentada en un banco de plaza.
Tandil también le gusta. Y mucho.

Llegó con su familia en 1943. En 1950, entró como cadete en el Banco Nación local, donde trabajó durante diez años. En esta misma ciudad debutó en público en el Hotel Continental haciendo un espectáculo de stand up para cincuenta personas; conocidos suyos del trabajo y del club de esgrima, deporte que practicó durante muchos años. Al poco tiempo de aquel debut, tras ganar una competencia de ilusionismo, Héctor René Lavandera pasó a ser René Lavand y se presentó en El Show de Pinocho, en Canal 13. Un productor que vio el programa lo contrató para un número en el teatro Tabarís de Buenos Aires. De allí pasó a hacer un espectáculo propio en el Teatro Nacional y a partir de entonces se le abrieron las puertas del mundo. En 1963 una gira por toda América lo llevó a Las Vegas, el casino del mundo. Allí, un productor de televisión se enteró que andaba dando vueltas un mago que se valía de una sola mano para hacer sus trucos, y cuando lo encontró, le propuso actuar para cincuenta millones de televidentes en el Show de Ed Sullivan, por entonces el más visto en todo Estados Unidos. De allí fue a The Tonight Show, de  Johnny Carson, el segundo más visto del país. Desde entonces, a lo largo de su carrera actuó en escenarios de toda Europa, Japón, África y Oceanía. Desde hace unos años tiene su lugar en el salón de la fama del prestigioso Magic Castle de Hollywood, donde suele actuar.


"Las cartas son místicas, son rituales antiguos y misteriosos
será por eso que son adivinables,Así digo yo en esa mentira
del arte que maneja uno. No termina nunca el embrujo de una
baraja"
-…pero ya estoy dosificando, alguna vez hay que decir basta –dice René Lavand a sus ochenta y cinco años-. Hoy me ofrecieron China. Ya les dije que no.

***

La cosa no está en lo que se hace sino como se hace, la cosa no está en lo que se dice sino en cómo se dice, y por sobre todo en cómo se mira cuando se hace y se dice, así decía Mae West… Genial. Me dejó tantas cosas esa frase. Cuándo me preguntan quiénes fueron mis maestros hablo de los grandes que se fueron, de Bach, de Mozart, y hablo de Mae West. Esa frase me enseñó tanto…

***

René lleva la manga de la mano que le falta guardada en el bolsillo del saco. Con su mano izquierda se acomoda el bigote, mientras con una extraña mezcla de paciencia y desdén, observa al periodista que tiene sentado a su derecha, que movido por algún mandato de originalidad, le dice que no le quiere preguntar lo que siempre le han preguntado.

-Las preguntas son siempre las mismas, no pueden ser otras. Si me preguntás sobre la anatomía del pingüino sabés que no te voy a poder contestar.

René mira por el ventanal de su sala de estar las gotas de lluvia que chapotean en los charcos que se formaron en su patio, un parque arbolado. Cuando habla pareciera elegir los silencios para acentuar alguna idea o provocar alguna sensación. Le dejó tantas cosas esa frase.

-Me encanta la palabra magia en muchos aspectos. Me gusta la magia de esta lluvia bendecida, que es un placer escucharla. Uno llega a sentir envidia de ella porque es lindo escuchar llover, como decía Cortez, pero más lindo es ser lluvia, ¿no?


Sus ojos son grandes. Uno de ellos tiene el párpado caído. Cuando pierde la mirada parece estar reviviendo  algún recuerdo. Quizá esté charlando de nuevo con su amigo Atahualpa Yupanqui en un restaurant de París o haciendo de villano del conurbano junto a Julio Chávez en alguna escena de  la película Un oso rojo. Tal vez se esté encontrando en aquel hotel suizo con su admirador David Copperfield, el mago más famoso del mundo, o puede que esté de nuevo en ese hotel de cinco estrellas colombiano, contratado para actuar frente a un público que terminan resultando ser un jefe narco y su banda. O puede que no esté en ninguno de esos lugares y esté pensando en su mujer Nora, en alguno de sus hijos o en alguna de sus ex mujeres. O puede que no sea nada de todo eso y sólo esté pensando en cómo echar al periodista de su casa de la manera más educada posible.

Para quebrar otro incómodo silencio, al joven sentado a su derecha no se le ocurre otra mejor idea que preguntarle si alguna vez usó su habilidad para hacer trampa en los juegos de cartas.

- No. La pregunta es un poco hiriente. Soy un hombre decente.

***
¿Fue alguna vez a que le tiraran las cartas?
-¡¿A qué?! No, yo tonterías no hago…
-¿Son tonterías para usted?
-¡Absolutamente!
-¿No cree que es otro tipo de ilusionismo?
-La única forma que tengo de tirar las cartas es cuando me canso de ellas y las tiro para arriba, así tiro las cartas yo.
René Lavand hace silencio y pierde la mirada, sin prestarle ninguna atención al periodista que tiene a su lado. De un momento para otro se empieza a reír solo, sarcásticamente.
Una vez me topé con uno de toda esa gente que uno ha visto con el correr de los años y de los caminos del mundo. Era uno de estos adivinos que nunca faltan. Mistificadores de la ciencias. Yo fui y él no sabía quién era yo. Sacó una baraja, la tomé y le hice un efecto de los míos. Se rió y me dijo: “ah no, bueno, con usted no entonces”. Claro. Terminan así. Son de vuelo corto como la perdiz.

***

Los tiempos han cambiado, aquella magia que impresionaba con aquellos telones y aquellos kimonos bordados de seda de Fumanchú, Chang, O Kito… no podemos buscar ese tipo de asombros, ahora tenemos la computadora, los móvil, teléfonos; tenemos que buscar otra cuestión. Y yo creo haberla encontrado, y parece que mucha gente se va convenciendo de eso.

***

Están sentados a poco más de un metro, pero la distancia se mide en años. El joven periodista le pregunta a René Lavand si hay señal de celular.
-No te entiendo el idioma… ¿señales de celular?
-Sí, si hay…
-No conozco el idioma ese, tengo 85 años y no me calienta conocerlo. ¡No sé qué es eso! ¿Señales de celular? –repregunta-.
-Sí, si anda el celular acá dentro…
-Probá, que sé yo si anda. Yo no hablo con celular acá dentro, hablo con teléfono común. Pero sí, mi mujer habla.
Mientras el periodista llama un remís, René Lavand se levanta del sillón, lo deja solo en la sala de estar y va al comedor, donde prende su televisor de cuarenta y tantas pulgadas y se pone a hacer zapping por los canales de noticieros. El joven pide permiso y se sienta con él a mirar la televisión en silencio mientras espera el auto. De pronto los sobresalta un bocinazo.
El ilusionista levanta su metro ochenta y tantos de su silla para abrirle la puerta.
-Yo a los periodistas los recibo veinticinco minutos. Vos estuviste dos horas -le dice mientras le da la mano-.Cerrá la tranquera al salir, por favor.



Tandil, Abril de 2014


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